Soñé

Esta es la escena. Todo transcurre de prisa. Como deben suceder las cosas robadas. Las mejores. Mi sueño te cede un espacio. Llegas con tus lentes pulidas y ese cabello de suavidades ordenadas. Tu presencia. Una sonrisa: La sonrisa. Tú sonrisa. Dejo atrás la cama que riñe con mi cabello desafiante y ordenas el mechón detrás de la oreja, como lo hacías. Con la mirada te acepto. Mi sonrisa metalizada se duerme entre tus dedos. No podemos hablar. El tiempo pasa. Caminamos hacia el ventanal del cuarto. Lo atravesamos como si fuese el polvo que levantó tu despedida. Advierto mis pijamas, mi verguenza me increpa, pero lo saldas. Sólo de mirarte se torna vestido oro (Soy Izzie Stevens, pero mi vestido debe ser dorado y no rosa, porque dorado trajiste a mi vida y rosas ofrendo en tu dolor) Caminamos en la profundidad de una noche abrillantada (el cielo de pronto le sirve a Caracas) El aire ribetea las olas de la piscina que hace frente con mi cuarto. Que ya no es piscina, porque lo volviste mar (Todo lo tornas ancho, ambicioso) Estás descalzo y te estorban mis zapatillas doradas. Las retiras porque esta Cenicienta bailará una vez más y lo hará contigo, descalza. El desnivel reaparece, pero el tamaño nunca fue un problema: mi cabeza encaja en tu pecho porque ese es su lugar feliz. Y tú que no bailabas, hoy juegas a las piruetas, construyes la melodía. Hay vueltas, muchas, chocamos con una luna envidiosa que ni repartida ampliamente como está nos roba luz. Pasos dibujados nos aproximan al Pacífico que nos reunió una vez. Caminamos sobre el agua. Sostienes mi vestido dorado y cuidas de él, como de mi mano, como del mundo que exhalo en cada respiro que no te tiene. La noche se va volviendo ladrillo en la orilla de San Diego. Esa ciudad que tiene nuestros latidos en sus muros se abre generosa para recibir una pasión que parió hace tres años. No hay huellas que nos delaten porque controlas el tiempo, las pistas. Y no queremos dar vueltas, mejor sin camino de regreso y ojalá la vida fuese este aquí y este ahora. Miro tu rostro y no hay dolor, no están los golpes de la enfermedad. Sólo una sonrisa, la sonrisa, la pieza firme que me consuela. Porque en el mío se conjugan todos los dolores que hoy nos obligan a esta fantasía a ciegas. Y obligas mi mejilla a sonreír. Hay palabras que se cruzan pero el mar serpentea, con una dureza a la que rendimos nuestras confesiones, nuestros secretos. Preferimos la mirada inenarrable, las caricias que no acaban, y encargamos al mar y al viento escribir los momentos dialógicos de la historia. El sol se erige como alarma y entre mis lágrimas se disuelve el vestido dorado. Te miro y no veo aún así dolor, acaso la expresión de conformidad que has aprendido en aquel mundo. Me besas certero y en tu abrazo entiendo que en esa eternidad tuya, los momentos se dividen para desafiar el reloj humano. Siempre caballero, cargas un cuerpo desahuciado de emociones hasta mi cama. Lo cubres dulcemente hasta dormirlo con tu cuerpo. Te escondes hábilmente de la mañana que amenaza con reventar en Caracas. Atraviesas de nuevo el ventanal desde donde observas a la Cenicienta bailando con su príncipe. El vestido dorado. La luna celosa. La vuelta hasta el Pacífico. La caminata sobre las olas. La orilla bordeada por nuestro fuego. Y nuestras almas prisioneras voluntarias de una fantasía que durará hasta que el despertar nos separe.

(Y rasguño la cama, rasguño el día que amanece ¿Y si Izzie durmiera para siempre?)

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