Cambio de primera plana
Iba a escribir algo sobre marzo, sus soles, sus primores, las luces que entonan muchos sonidos (¿Percibes nuestros sonidos? ¿Te inquieta la marea de las miradas que se pierden en lo profundo del oleaje? ¿O soy simplemente yo, amplificando mis ecos desbocados? De igual forma, no vale la pena... Pausa y sigamos...)
El hecho es que quería escribir algo sobre este mes que me devuelve la opción de renacer y florecer, cuando llegó a mi buzón esta carta número 8 de Rilke, y me pareció una ofensa intentar escribir cualquier otra cosa.
Que todos nos convirtamos en un silencio que ruede como una gran bola y sólo hable Rilke
(El mundo sería un lugar infinitamente mejor)
El hecho es que quería escribir algo sobre este mes que me devuelve la opción de renacer y florecer, cuando llegó a mi buzón esta carta número 8 de Rilke, y me pareció una ofensa intentar escribir cualquier otra cosa.
Que todos nos convirtamos en un silencio que ruede como una gran bola y sólo hable Rilke
(El mundo sería un lugar infinitamente mejor)
Carta Nº 8
Borgeby
Gard, Fladie (Suecia), 12 de agosto de 1904.
Quiero
volver a hablarle un rato, querido señor Kappus, aunque yo casi nada sepa
decirle que pueda procurarle algún alivio. Ni siquiera algo que alcance a serle
útil. Usted ha tenido muchas y grandes tristezas, que ya pasaron, y me dice que
incluso el paso de esas tristezas fue para usted duro y motivo de desazón. Pero
yo le ruego que considere si ellas no han pasado más bien por en medio de su
vida misma. Si en usted no se transformaron muchas cosas. Y si, mientras estaba
triste, no cambió en alguna parte -en cualquier parte- de su ser. Malas y
peligrosas son tan sólo aquellas tristezas que uno lleva entre la gente para
sofocarlas. Cual enfermedades tratadas de manera superficial y torpe suelen
eclipsarse para reaparecer tras breve pausa, y hacen erupción con mayor
violencia. Se acumulan dentro del alma y son vida. Pero vida no vivida,
despreciada, perdida, por cuya causa se puede llegar a morir.
Si nos fuese
posible ver más allá de cuanto alcanza y abarca nuestro saber, y hasta un poco
más allá de las avanzadillas de nuestro sentir, tal vez sobrellevaríamos
entonces nuestras tristezas más confiadamente que nuestras alegrías. Pues son
ésos los momentos en que algo nuevo, algo desconocido, entra en nosotros.
Nuestros sentidos enmudecen, encogidos, espantados. Todo en nosotros se
repliega. Surge una pausa llena de silencio, y lo nuevo, que nadie conoce, se
alza en medio de todo ello y calla...
Yo creo que casi todas nuestras
tristezas son momentos de tensión que experimentamos como si se tratara de una
parálisis. Porque ya no percibimos el vivir de nuestros sentidos enajenados, y
nos encontramos solos con lo extraño que ha penetrado en nosotros. Porque se
nos arrebata por un instante todo cuanto nos es familiar, habitual. Y porque
nos hallamos en medio de una transición, en la cual no podemos detenernos.
Por
eso pasa la tristeza. Lo nuevo que está en nosotros, lo recién llegado, se nos
entra en el corazón, se desliza en su cámara más recóndita, y ya tampoco está
allí: está en la sangre. Y no alcanzamos a saber lo que fue... Sería fácil
hacernos creer que no sucedió nada. Sin embargo nos transformamos como se
transforma una casa en la que ha entrado un huésped. No podemos decir quién ha
llegado. Quizás nunca logremos saberlo. Pero muchos indicios nos revelan que el
porvenir entra de ese modo en nuestra vida para transformarse en nosotros mucho
antes de acontecer. Por esto es tan importante permanecer solitario y alerta
cuando se está triste. Pues el instante aparentemente yerto y sin suceso en que
el porvenir nos penetra, se halla mucho más cerca de la vida que aquel otro
momento, ruidoso y accidental, en que el futuro nos acaece como si proviniese
de fuera.
Cuanto más callados, cuanto más pacientes y sinceros sepamos ser en
nuestras tristezas, tanto más profunda y resueltamente se adentra lo nuevo en
nosotros. Tanto mejor lo hacemos nuestro, y con tanto mayor intensidad se convierte
en nuestro propio destino. Así, cuando más tarde surge el día en que lo futuro
"acontece" -es decir: cuando al brotar de dentro de nosotros pasa a
los demás-, nos sentimos íntimamente más afines, más allegados a él. ¡Esto es
lo que hace falta! Hace falta -y a eso ha de tender paulatinamente nuestro
desarrollo- que no nos suceda nada extraño, sino tan sólo aquello que desde
mucho tiempo atrás nos pertenezca. ¡Se ha tenido que revisar y rectificar ya
tantos antiguos conceptos acerca de las leyes que rigen el movimiento! Se
aprenderá también a reconocer poco a poco que lo que llamamos destino pasa de
dentro de los hombres a fuera, y no desde fuera hacia dentro. Sólo porque
tantos hombres no supieron asimilar y transformar en su interior, cada cual su
propio destino, mientras éste vivía en ellos, no alcanzaron tampoco a conocer
lo que de ellos salía. Les era tan ajeno, tan extraño, que ellos, llenos de
pavor y de confusión, creían que debía de habérseles entrado en aquel mismo
instante en que se percataban de su presencia. Pues hasta juraban que jamás
antes habían descubierto nada parecido en sí mismos. Así como durante mucho
tiempo hubo error acerca del movimiento del sol, sigue aún el engaño sobre el
movimiento de lo venidero. El porvenir está ya fijo, querido señor Kappus, mas
nosotros nos movemos en el espacio infinito. ¡Cómo no habría de resultarnos
todo muy difícil...!
Volviendo a hablar de la soledad, aparece cada vez más
claramente que ella no es en rigor, nada que se pueda tomar o dejar. Y es que
somos solitarios. Uno puede querer engañarse a este respecto y obrar como si no
fuese así; esto es todo. ¡Pero cuánto más vale reconocer que somos
efectivamente solitarios, y hasta partir de esta base! Así, por cierto,
ocurrirá que sintamos vértigo, pues nos vemos privados de todos los puntos de
referencia en que solía descansar nuestra vista. Ya no hay nada cercano. Y todo
lo que es lejano está infinitamente lejos. Quien fuera llevado, casi sin
preparación ni transición alguna, desde su aposento a la cúspide de una gran
montaña, tendría que experimentar algo semejante. Se sentiría casi anonadado
por una inseguridad sin igual y por el verse abandonado al capricho de algo que
no tiene nombre. Le parecería estar cayendo, o se creería lanzado al espacio, o
bien estallando en mil pedazos. ¡Qué enorme mentira debería inventar entonces
su cerebro para alcanzar a recuperar el anterior estado de sus sentidos y
devolverles su serenidad! Así se transforman, para quien se vuelva solitario,
todas las distancias, todas las medidas. Muchos de estos cambios se producen de
un modo repentino, brusco. Y, al igual que en aquel hombre transportado a la
cima de una montaña, surgen entonces aprensiones insólitas, sensaciones
extrañas, que parecen rebasar todo lo humanamente soportable. Pero es necesario
que también esto lo vivamos. Debemos aceptar y asumir nuestra existencia del
modo más amplio posible. Todo, incluso lo inaudito, ha de ser viable en ella.
Este es, en realidad, el único valor que se nos pide y exige: tener ánimo ante
las cosas más extrañas, más portentosas y más inexplicables, que nos puedan
acaecer.
El que los hombres hayan sido cobardes en este terreno ha causado
infinito daño a la vida. Los sucesos a los que se da el nombre de
"fenómenos" o de "apariciones", el llamado "mundo
espectral" [13], la muerte, todas esas cosas que nos son tan afines, han
sido de tal modo desalojadas de la vida por el diario afán de defenderse de
ellas, que los sentidos con que podríamos aprehenderlas se han atrofiado -¡y de
Dios, ni hablar! Mas el miedo ante lo inexplicable no sólo ha empobrecido la
existencia del individuo. También las relaciones de ser a ser han quedado
cercenadas por él. Valga el símil, han sido descuajadas del cauce de un río
caudaloso en posibilidades infinitas, para ser llevadas a un lugar yermo de la
ribera, donde nada sucede. Pues no sólo por desidia se repiten las relaciones
humanas con tan indecible monotonía y sin renovación alguna de un caso a otro,
sino también por temor y recelo ante cualquier vivencia nueva y de imprevisible
trascendencia, que uno cree superior a sus fuerzas. Pero sólo quien esté
apercibido para todo, sólo quien no excluya nada de su existencia -ni siquiera
lo que sea enigmático y misterioso- logrará sentir hondamente sus relaciones
con otro ser como algo vivo. Sólo él estará en condiciones de apurar por sí
mismo su propia vida. Pues en cuanto consideramos la existencia de cada
individuo como una habitación mayor o menor, queda de manifiesto que los más
sólo llegan a conocer apenas un rincón de su aposento. Un sitio junto a la
ventana. O bien alguna estrecha faja del entarimado, que van y vienen
recorriendo de un lado para otro. Así disfrutan de alguna seguridad...
Sin
embargo, ¡cuánto más humana es aquella inseguridad llena de peligros, que, en
los cuentos de Poe, impulsa a los cautivos a palpar las formas de sus horribles
mazmorras y a familiarizarse con los indecibles terrores de su estancia! Pero
nosotros no somos presos. Ni trampas, ni redes, ni lazos, se hallan aparejados
en torno nuestro. Ni hay nada que deba causarnos angustia o darnos tormento. Si
hemos sido puestos en medio de la vida, es por ser éste el elemento al que
mejor correspondemos, al que somos más adecuados. Además, por obra de una
adaptación milenaria, nos hemos vuelto tan semejantes a esa vida, que cuando
permanecemos inmóviles, apenas si -merced a un feliz mimetismo- se nos puede
distinguir de cuanto nos rodea. Ninguna razón tenemos para recelar y desconfiar
del mundo en que vivimos. Si entraña terrores, son nuestros terrores. Si
contiene abismos, estos abismos nos pertenecen. Y si en él hay peligros,
debemos procurar amarlos. Con tal que cuidemos de ordenar y ajustar nuestra
vida conforme a ese principio que nos aconseja atenernos siempre a lo difícil,
cuanto ahora nos parece ser lo más extraño acabara por sernos lo más familiar,
lo mas fiel. ¿Cómo podríamos olvidarnos de aquellos mitos antiguos que presiden
el origen de todos los pueblos, esos mitos de los dragones que en el momento
supremo se transforman en princesas? Quizá sean todos los dragones de nuestra
vida, princesas que sólo esperan vernos alguna vez resplandecientes de belleza
y valor. Quizá todo lo terrible no sea, en realidad, nada sino algo indefenso y
desvalido, que nos pide auxilio y amparo...
No debe, pues, azorarse, querido
señor Kappus, cuando una tristeza se alce ante usted, tan grande como nunca
vista. Ni cuando alguna inquietud pase cual reflejo de luz, o como sombra de
nubes sobre sus manos y por sobre todo su proceder. Ha de pensar más bien que
algo acontece en usted. Que la vida no le ha olvidado. Que ella le tiene entre
sus manos y no lo dejará caer. ¿Por qué quiere excluir de su vida toda
inquietud, toda pena, toda tristeza, ignorando -como lo ignora- cuánto laboran
y obtan en usted tales estados de ánimo? ¿Por qué quiere perseguirse a sí
mismo, preguntándose de dónde podrá venir todo eso y a dónde irá a parar? ¡Bien
sabe usted que se halla en continua transición y que nada desearía tanto como
transformarse! Si algo de lo que en usted sucede es enfermizo, tenga en cuenta
que la enfermedad es el medio por el cual un organismo se libra de algo
extraño. En tal caso, no hay más que ayudarle a estar enfermo. A poseer y
dominar toda su enfermedad, facilitando su erupción, pues en ello consiste su
progreso. ¡En usted, querido señor Kappus, suceden ahora tantas cosas!... Debe
tener paciencia como un enfermo y confianza como un convaleciente. Pues quizá
sea usted lo uno y lo otro a la vez. Aun más: es usted también el médico que ha
de vigilarse a sí mismo. Pero hay en toda enfermedad muchos días en que el
médico nada puede hacer sino esperar. Esto, sobre todo, es lo que usted debe
hacer ahora, mientras actúe como su propio médico.
No se observe demasiado a
sí mismo. Ni saque prematuras conclusiones de cuanto le suceda. Deje
simplemente que todo acontezca como quiera. De otra suerte, harto fácilmente
incurriría en considerar con ánimo lleno de reproches a su propio pasado; que,
desde luego, tiene su parte en todo cuanto ahora le ocurra. Pero lo que sigue
obrando en usted como herencia de los errores y anhelos de su mocedad, no es lo
que ahora recuerda y condena. Las circunstancias anormales de una infancia
solitaria y desamparada son tan difíciles, tan complejas, se hallan expuestas y
abandonadas a tantas influencias y, al mismo tiempo, tan desprendidas de todos
los verdaderos vínculos vitales, que cuando en tales condiciones se desliza un
vicio, no se le debe llamar vicio sin más ni más. [13] ¡Hay que ser de todos
modos tan cauto, tan prudente, con los nombres! ¡Es tan frecuente que toda una
vida se quiebre y quede rota por el mero nombre de un crimen! No por la acción
misma, personal y sin nombre, que acaso respondiere a un determinado menester
de esa vida, y hubiera podido ser admitida y absorbida por ella sin esfuerzo
alguno. Si el consumir tantas energías le parece grande a usted, es sólo porque
exagera el valor de la victoria. No está en ella lo grande que usted cree haber
realizado, si bien tiene razón en su sentir. Lo grande está en que ahí ya
existió algo que usted pudo poner en lugar de aquel artificioso fraude, algo
real y verdadero. Sin esto, su victoria sólo habría resultado ser una reacción
moral, sin importancia ni sentido, mientras que así ha llegado a formar parte
de su vida. (De una vida, querido señor Kappus, a la que yo dedico tantos
pensamientos y buenos deseos). ¿Recuerda usted cómo esta vida, ya desde la
misma infancia, suspiró por los "grandes"? Yo veo cómo ahora,
partiendo de los grandes, anhela poder alcanzar a los más grandes. Precisamente
por eso no cesa su vida de ser difícil. Pero por esta misma razón no cesará de
crecer.
Si he de decirle algo más, es esto: no crea que quien ahora está
tratando de aliviarlo viva descansado, sin trabajo ni pena, entre las palabras
llanas y calmosas que a veces lo confortan a usted. También él tiene una vida
llena de fatigas y de tristezas, que se queda muy por debajo de esas palabras.
De no ser así, no habría podido hallarlas nunca...
Su
Rainer Maria Rilke
Es bueno re-encontrarte.
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