Caída
El árbol que da frente con mi oficina se desangra ante mis ojos en flores amarillas que bañan la calle. El olor a flores es un estímulo pituitario con el que tengo que lidiar casi a diario. Y nunca me ha gustado el olor de las flores. Pertenezco a esa rara clase de humanos que no muere por el chocolate y no disfruta el aroma de una flor. Ese olorcillo me recuerda a momentos fúnebres y a instantes sombríos que materializan el peor de mis miedos: La muerte...
Lo cumbre es que la mínima brisa que pasa va desangrando hojita por hojita el árbol. Y si mi vista masoquista se extiende, podrá apreciar como la escena del piso regado por ese color amarillo caído emula a un camposanto. Parece que cada flor que le huye a las alturas está bañando un cuerpo y acompañándolo en un paso hacia la inmortalidad, hacia esa incertidumbre llena de sombras e interrogantes que inunda a quien, sobre Tierra, divaga sobre el más allá.
Anótese que tenía varios años sin pasar todo mi día académico o laboral frente a una ventana que se enfrente con un árbol que se desangre en flores amarillas. Y todo este paisaje de flores, lejos de incitarme odas al color o a la primavera, me recuerda a un camposanto y coincide con mi dolor por una muerte inexplicable, absurda, desesperanzadora...
Cada hoja desprendida me recuerda nuestra fragilidad, que no somos al final más que eso: simples florecitas prendidas a un árbol hasta que un viento mayor sople y nos lleve a un destino final incierto, ante la mirada impávida e impotente de un espectador que no podrá hacer más que perseguir el viento y perforarse la memoria con la imagen de cada hoja caída y su breve paso por este mundo
Pasa que, a diferencia de esta escena de la maravilla natura, la muerte no es ni apreciable, ni encantadora, y sólo combina con una tarde soleada de febrero en la que me siento presa de la más profunda de las depresiones...
Lo cumbre es que la mínima brisa que pasa va desangrando hojita por hojita el árbol. Y si mi vista masoquista se extiende, podrá apreciar como la escena del piso regado por ese color amarillo caído emula a un camposanto. Parece que cada flor que le huye a las alturas está bañando un cuerpo y acompañándolo en un paso hacia la inmortalidad, hacia esa incertidumbre llena de sombras e interrogantes que inunda a quien, sobre Tierra, divaga sobre el más allá.
Anótese que tenía varios años sin pasar todo mi día académico o laboral frente a una ventana que se enfrente con un árbol que se desangre en flores amarillas. Y todo este paisaje de flores, lejos de incitarme odas al color o a la primavera, me recuerda a un camposanto y coincide con mi dolor por una muerte inexplicable, absurda, desesperanzadora...
Cada hoja desprendida me recuerda nuestra fragilidad, que no somos al final más que eso: simples florecitas prendidas a un árbol hasta que un viento mayor sople y nos lleve a un destino final incierto, ante la mirada impávida e impotente de un espectador que no podrá hacer más que perseguir el viento y perforarse la memoria con la imagen de cada hoja caída y su breve paso por este mundo
Pasa que, a diferencia de esta escena de la maravilla natura, la muerte no es ni apreciable, ni encantadora, y sólo combina con una tarde soleada de febrero en la que me siento presa de la más profunda de las depresiones...
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