Confesiones


Hay confesiones del tipo “odio la vida” y son las que usualmente salen bien. Las que llevan a los escritores, poetas y afines a ganarse premios internacionales de literatura y son inmortalizadas en el anecdotario culturístico de los que se llama “versados” “letrados” “literatos”, porque descubro que hay un patrón –del que por supuesto yo no me salvo- en donde todo lo hostil, infeliz, oscuro, vertiginoso, imposible, absurdo, maltrecho, difícil y epítetos similares es lo que verdaderamente cuenta. En algún momento de la vida, los seres humanos encontramos el gusto al dramatismo, al sufrimiento como esencia, al Delia Fiallo en gerundio, al guión de novela mexicana de televisa porque aprendemos a sufrir. No aprendemos a querer, aprendemos a parir queriendo, no reconocemos el gusto por las veladas felices porque ellas sólo pueden formar parte del “final” y caminamos así, a tientas, esperando que cuando se nos atraviese el punto final, en ese preciso momento incierto y sublime, la vida, finalmente esa perra de cara desconocida nos sonría, cuando el insert de “fin” o “live happily ever after” salga sobre la pantalla y cuando ya sea quizás muy tarde para entender que todos nuestras infelicidades llevaban colgado un trozo de la indescriptible y anhelada, de esa felicidad a la que no le calzan las palabras y que siempre viene adherida a temidos acompañantes.
Lo digo pues, para que quede constancia. Uno nunca sabe y le da peligro endilgarle un estado de ánimo positivo a las cosas, a las veladas. Uno le teme a las afirmaciones positivas. Uno cree que se vuelve parte de las sectas de los que perdieron el queso o necesitan un caldo knork para el alma por decir que te sientes bien, o la pasaste divino en una velada, pero a veces hace falta afirmarlo. No aspirando quizás que el Universo que está allí esperando tus conceptos te los rebote con otros tiempos más divinos. Sino como un soporte que perfore las incomodidades. No sé, de pronto me provocó decir aquí me reí a lo grande, que eché vaina, que conviví más de 7 horas sin hablar de política con sesudos chavistas, que tomé más vino blanco del que tolera mi estómago erosivo, que no me importa que mañana sea lunes ni las horas de entrega no recompensadas al periodismo que me toca ofrendar los próximos siete días. Pero es que a lo mejor en todo en medio de todo el cochino que barnizará mi semana recordaré que un 12 de julio, en una casa en Santa Inés de Caracas, pude sonreír sin la preocupación de imaginar un final. Un triste final, como siempre se me antoja por la mente.

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